miércoles, 18 de junio de 2014

#CabezaAlCubo domingo 15 de junio 2014

Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Twitter: @JorgeMoch
Rizoma
Los mexicanos estamos acostumbrados a que el presidente mantenga siempre una misma cara. No es común que el mandatario mude rostro, estilo o peinado más de lo que signa el paso del tiempo: canas, algunas arrugas, un tenue matiz de cansancio a pesar de la que suponemos “buena vida”. Apenas se permiten, según dicta quizá alguna de esas muchas reglas no escritas que acotan usos y costumbres de la corte imperial del presidencialismo, modificar de vez en cuando el color del traje o el dibujo en la corbata. A lo más que se ha llegado es a relajar el retrato protocolario cuando se trucó terno en guayabera o las ocasionales apariciones públicas, más para la foto que otra cosa, en manga de camisa o ropa deportiva. Las guayaberas siempre fueron práctica y mediáticamente iguales; las camisas similares. La ropa deportiva incluso hasta de una misma marca. Entonces los presidentes según parece sí modifican atuendo, pero la apariencia personal no. Ninguno, que yo recuerde, ha decidido a medio sexenio raparse, dejarse coleta de caballo, la barba crecida o rasurar un bigote que hasta entonces parecía eterno. Es como si quisieran permanecer inmutables, fieles a sus propios retratos, ésos que cuelgan por miles detrás del escritorio de todo burócrata que se precie.
A Enrique Peña Nieto nos lo vendieron (bueno, lo impusieron) los poderosos consorcios de medios que lo postularon como un candidato bien parecido. La buena salud era algo implícito en la imagen del joven político exitoso. El electorado femenino popular, desde luego y sobre todo en las bases sociales del priísmo, veía la apariencia del mexiquense como un valor agregado. Era guapo. Se veía en plenitud –en lo que cabía esperar con todo y sus mediáticos tropiezos– y sano. Sin embargo, ya desde 2011 Rafael Loret de Mola dijo públicamente que Peña padecía cáncer de próstata. Tres años después, apenas en los cuarenta y siete años, acusa un deterioro inexplicable desde la perspectiva del natural desgaste del ajetreo que supone ser presidente. Las fotografías recientes (y los infaltables collages no desprovistos de crueldad que se regodean con el presunto deterioro) hacen imposible ocultar una fuerte pérdida de peso, el adelgazamiento pronunciado del cuello y aquello que más que afilar facciones por tonificar el cuerpo con ejercicio, parece simplemente demacración. La piel se le ve menos lozana y surcada de arrugas, y hay fotos (que quizá exageraron ese enfoque, ese ángulo con malicia) en que el tono es francamente macilento, ojeroso, de profundo cansancio.
Desde que hace unos meses le fue extirpado un “nódulo” del cuello al presidente, está desatada la rumorología de una enfermedad terminal alimentada principalmente por la opacidad informativa de la salud del mandatario por parte de la Presidencia, que se ha limitado al expedir boletines donde se pondera esa buena salud tan de plano ausente en las fotografías (veo al escribir esto las que se tomó Peña en Cancún hace unas semanas con Kevin Spacey en un encuentro que, por cierto, como el falso autorretrato con la selección nacional de futbol, tampoco fue genuino y casual, sino en agenda y con pago de por medio, pero como sea y volviendo a la foto, comparo el grosor de cuello de ambos y Enrique Peña se ve mal, por no decir famélico). Hay al respecto un grueso cortinaje de disimulo y omisión en casi todos los medios, como afirmó Sanjuana Martínez hace una semana en su columna “Daños colaterales” de la revista Sinembargo: “un país como México, donde los silencios de una buena parte de la prensa son más importantes a veces que el ruido que hacen, es posible leer en ese tupido velo que han colocado para cubrir la salud del inquilino de Los Pinos, que efectivamente la mayoría de los periodistas aplaudidores del régimen no pueden tocar, ni siquiera por encima, el tema de la supuesta enfermedad de Peña Nieto.” Es, en efecto, una omisión deliberada, una frase ausente en los noticieros de las principales cadenas de televisión abierta. Un tema tabú: Peña ha cambiado dramáticamente su apariencia. Aquel lozano candidato es un hombre enflaquecido y lánguido.
Quién sabe si su ya característica ineptitud le venga a Peña Nieto como efecto de una enfermedad o de su tratamiento. O si el asunto se oculta para evitar un enroque presidencial atropellado. Pero queda claro que mucho se procura que no se hable del asunto, mientras incertidumbres y sospechas crecen, subterráneas, y se cuelan en los entresijos de la vida nacional. Y el pueblo, intonso.

lakuasiresistencia 01/junio/2013

#CabezaAlCubo domingo 8 de junio 2014

Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Twitter: @JorgeMoch
La venda de los ojos
Isabel (el nombre es ficticio) se casó con un hombre algo mayor. Él era español y se enamoró de ella y de su tierra bravía y exótica. Tuvieron un hijo. Ambos tenían dinero ahorrado, no mucho, pero suficiente para echar a andar todavía un proyecto de vida. Tomaron un mapa de México y escogieron el sureño estado de Veracruz y la que entonces era todavía una ciudad tranquila, Xalapa, con ese algo de pueblo grandote con su centro intrincado y rincones bucólicos, buen clima y precios razonables en el costo de la vida. Compraron una casa y pusieron un pequeño negocio de café y helados en el primer centro comercial que se edificó en la ciudad. La vida fue buena, sin excesos de riqueza pero sin altibajos que cortaran la respiración.
Él fue coleccionando achaques y la pequeña familia tuvo que hacer ajustes en las rutinas. El hijo no era particularmente brillante pero era buen muchacho. Ayudaba a sus padres, sobre todo cuando el cáncer llegó a complicar las cosas. Luego algo se torció. El muchacho, ya de veintitantos, empezó a frecuentar a un par de tipos torvos. Una madre siempre sabe cuando las cosas no van bien, e Isabel supo. Su marido murió, y en esa coyuntura su mundo se vino abajo. Un día un hombre se presentó en la cafetería y sin preámbulos, con algo parecido a fría cortesía en alguien acostumbrado a cuadricular vidas ajenas, explicó que había que pagar una cuota por el hecho simple de tener un negocio propio. Una cuota “a la compañía”, eufemismo ridículo para decir extorsión. Isabel, aterrada pero sin perder la compostura, pagó. Siguió pagando. Su hijo salía cada vez más con gente que ella miraba, ahora más que nunca, con desconfianza. Y un día no volvió a casa. Ni una nota, ni una llamada telefónica. La simple, silenciosa, transparente nada. Su departamento, al que fue a buscarle después de una semana de llamar infructuosamente por teléfono, estaba aparentemente intacto. Buscó a los amigos. Supo que aquellos dos de los que ella desconfiaba lo habían invitado a “recoger un encargo” y nadie los había vuelto a ver. Isabel sabía que su hijo no podría estar involucrado en algo ilegal pero lucrativo porque seguía trabajando con ella en el negocio familiar. No tenía lujos, no derrochaba dinero, no tenía camioneta nueva, ni viajaba, ni consumía más que un ocasional cigarro de marihuana que nunca fue algo que ocultara a su madre. Era un muchacho que trabajaba, iba y venía a casa. Hasta ese día en que no volvió más. Hace dos años. Como miles de madres en México, Isabel incorporó las oficinas de la policía a sus diarios periplos, el incordio de los funcionarios, su malicia evidente en la sorna con que respondían, cuando se dignaban a hacerlo, a sus preguntas cargadas de angustia. Un día alguien le llamó por teléfono, un hombre, que dijo que “ya no lo buscara”. Que dejara el asunto en paz. Que su hijo no iba a aparecer. Que a lo mejor le pasaba algo a ella. Luego tres tipos la asaltaron cuando llegaba a su casa. La mantuvieron cautiva en su propio baño, la golpearon, le robaron todo, hasta su camioneta. La dejaron amarrada y amordazada por horas. No la violaron quizá por su edad. O quizá lo hicieron y ella lo ha ocultado, sepultándolo muy al fondo de su miedo y su rencor.
Todo ello sigue impune. Isabel se niega a aceptar que su hijo esté muerto, pero se ha resignado a no volverlo a ver. Es ahora una mujer profundamente triste. No sonríe. Toda su vida ha sido aficionada al futbol. El marido era hincha del Atlético de Madrid. Ella le iba al Barcelona y a las Chivas. En su negocio siempre se puede ver futbol. En los mundiales siempre había tertulia. Ahora habrá algunos clientes entusiastas. Ella se sentará a ratos, pero sospecho que mirará a otro lado.
En silencio maldice todo lo que la rodea, todo lo que le recuerda el idílico presente que se le fue arrebatado, la soledad y el miedo, el maldito miedo con el que tuvo que aprender a sobrevivir en calles que aparentan inocencia y esconden el acecho de bestias crueles, de sicópatas que disimulan en la multitud o en uniforme.
Y a ella, que tanto los disfrutaba, que aventuraba resultados y quinielas, que vitoreaba pases, goles y gambetas, sólo le quedarán los alaridos de los comentaristas y el ruido blanco de la multitud en los estadios como estática, un como zumbido de cigarras que ha dejado de escuchar mientras imagina, eternamente distraída, al marido muerto y al hijo desvanecido, no hace  mucho sentados allí, junto a ella, viendo un partido de la selección nacional.

lakuasiresistencia 17/05/14



AMLO 2012

lunes, 9 de junio de 2014

miércoles, 4 de junio de 2014

#CabezaAlCubo domingo 1 junio 2014

Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Twitter: @JorgeMoch
¿Qué clase de funcionario es usted?
¿Trabaja usted, o dice hacerlo, en alguno de los muchos niveles de la administración pública?, ¿es usted, en groseros términos, uno de los millones de burócratas que habitan ese kafkiano laberinto de oficinas y jefaturas, comisiones y subsecretarías que aterraría al mismísimo Josef K?
¿Y es usted llamado, aunque sea incapaz de hacer una división con decimales o de leer el párrafo de un ensayo sin que le piquen los dedos para apresar el control remoto de la tele y ver el fut o un programa del estercolero que algunos llaman farándula, “licenciada” o “licenciado” y aunque desde luego lejos haya estado usted jamás de matricularse, ya no digamos llegar a la meta de graduarse en una universidad? ¿Goza usted casi sexualmente el ejercicio de su cuotita de poder aunque sea infinitesimal? ¿Siente mariposas en el estómago cuando a su vez ve venir a su propio inmediato superior “licenciado” por el pasillo de la oficina?
Y en la oficina, ¿se droga usted a escondidas con “activo”? ¿También mastica la estopita o prefiere papel de baño? ¿Está bueno el agarrón? ¿Le llevan coca a escondidas?
¿Usa la computadora para elaborar informes y síntesis informativas (para que a su vez el licenciado o la licenciada no tengan que leer párrafos completos y se pongan bizcos de aburrimiento) o para jugar SolitarioAngry birds o, más llanero y carnal, para ver pornografía?
¿Le pagamos los ciudadanos y contribuyentes del país, además del sueldazo (o merecida compensación, remuneración adecuada, lo que sea que evita en usted retirarse, como con inusitada jovialidad sentenció Nietzsche en una carta a su querido Erwin Rohde en la Basilea de 1874, “a la más desvergonzada existencia individual, miserablemente sencilla, pero digna”), alguna prodigalidad que quisiera confesarnos, quizá un auto de lujo, un relojazo de a millón, una casa como un palacio, el yate del que ya se arrepintió, un racimo de viajes a Las Vegas (o, como es usted más culto que otros, a Nueva York), las tetas de silicón de su amante, el botox de su insoportable señora, el bypass gástrico de su tripudo señor esposo, los implantes capilares de su maestro de tenis? Cuente, ande. Díganos si se abanica con billetes de quinientos a manera de inocente broma de niño rico pendejo y luego humildemente renuncia a su puesto público, ganado a pulso en el concurso de yúniors mamones que imperan en la sociedad mexicana, para volver alegremente a su negocio familiar. Todos simpatizaremos con su generosa franqueza y no faltará nunca el de hundida autoestima que le buscará el saludo cuando entre usted, con ese inconfundible aire de gerifalte con que traspone el umbral de su restaurante favorito, de su casino preferido, de la cafetería del club deportivo y le seguirá diciendo “licenciado”, con la esperanza de que ante un eventual regreso al erario se acuerde usted de él.
¿Es usted elegante, bien plantado, mejor vestida?, ¿gusta de ropas finas y tiene buen gusto en accesorios que sería una verdadera pena esconder nomás porque es usted representante de una presunta (puro montaje electorero, claro está, pero hay que hacer el circo para el que se nos paga, ¿verdad?) Cruzada contra el hambre? (¿ya vio usted?, no contra el analfabetismo, la explosión demográfica, la tuberculosis, el sida, los embarazos adolescentes, simplemente la obesidad o el analfabetismo, si usted misma(o) es analfabeta funcional: contra el hambre, deliciosamente ambigua, históricamente variopinta y vagamente sinonímica de miseria, pobreza, votos en venta, ¡qué afortunado maridaje de mercadotecnia y política!) y en esa cruzada, decíamos, suele abundar el peladaje que ni idea puede tener de cuántos  miles de pesos cuesta ese chaleco, ese maravilloso par de zapatos, ese ajustado vestido que la hace sentirse tan Yenni Rivera a la hora de posar con esos pelados para la foto que a ellos, bien sabemos, no les va a quitar el hambre pero a usted, mañana que se vea en la tele, qué bonito le va a inflar el ego…
Pero póngase abusado, sea cauta: hay mucho cabrón rencoroso en este país, entre sus subalternos hay falsos lambiscones, compañeros traidores que no dudarán un instante en capturarlo con una cámara de cinco megapixeles para convertirle, por ese inusitado, desgraciado desliz, en la sensación semanal de internet y en un requiebro fatal hasta de los medios de veras, para hacer de su carne escarnio y de su infortunio gozo de los ardidos sociales, que forzarán su pase a la posteridad con apodos comoLady SedesolMirrey Abanico o Lady Salchicha.

#lakuasiresistencia martes 03/06/14