De un señor muy puerco
El señor muy puerco ajusta sonrisa, maquillaje y corbata, revisa en el monitor su encuadre. Se gusta siempre. Se ama. Carraspea, observa de reojo, pero siempre atento a cámara, al floor manager, que lleva la cuenta (¿cuántas veces, querido Yo, hemos hecho esto?, ¿cuántos años de fértil experiencia tenemos?): “en tres, dos, un…”, y el señor muy puerco, rutilante como lucero de la tarde, se lanza a lo suyo. Da las buenas noches, se vuelve ameno, interesante, poseedor eterno de La Verdad. Está contento, y ese tirón casi imperceptible de las comisuras no lo delata del todo pero permite verlo de manera casi subliminal: inocula una vaga noción de bienestar. El señor muy puerco juguetea con el aforismo de Gertrude Stein y se dice satisfecho porque sus patrones estarán satisfechos porque el patrón de todos ellos satisfecho estará. Es noche para celebrar, aunque sea una celebración anticipada. Su discurso oculta, en los dobleces de noticias prefabricadas, inferencias que dispara a blancos específicos: saetas entre renglones, dardos implícitos: en los ademanes, en el esbozo de sonrisa que desmiente su gravedad presunta, en la materia y el contenido de lo que postula e imprime en millones de cabezas de vaca que rumian, ahora mismo y en vivo, para seguirle inflando el ego, el torrente verbal que entrega a cuadro. Bendita fibra óptica. Benditos satélites. Pero los venablos más poderosos son de lo que calla, la deliberada omisión de lo que no se debe decir, lo que no se debe recontar, lo que no se debe informar a nadie. En parte, y el señor muy puerco esto lo sabe muy bien, porque la omnisciente firma a la que le entrega dignidad, vida y prestigio diarios precisamente forma parte de todo eso que no se debe contar. En parte porque la pesada lápida del silencio, entretener al respetable, diferir su atención a otras cosas, otros asuntos, otros rumbos es un imperativo de la Gran Operación de la que el patrón de sus patrones está tan al pendiente, de la que dependen tantas cosas, tantos jugosos contratos, tantas futuras adquisiciones, pero sobre todo la preservación del natural estado de las cosas sin cuyo concierto él mismo, el señor muy puerco, difícilmente tendría acceso a las cúpulas, ni una cuenta bancaria que se respete, ni el exquisito pero adictivamente placentero regusto del poder en el paladar cada noche, como ahora mismo que, según él, hace historia en lugar de retorcerla. Y saborea.
No: el señor muy puerco lleva en el oficio muchos años. Ante las evidencias de comicios viciados él hablará a buche lleno de “una jornada ejemplar”. Repetirá la frase tanto como se lo manden. Tanto como sea necesario para que la mastique le gente. La regurgite. La vuelva a masticar. Sabe lo que debe callar. Que lo que no se informa podría transformar el país, redistribuir la riqueza, evitar cochupos y chanchullos que son excelente plataforma de inversión para sus patrones. No. El señor muy puerco se quiere demasiado a sí mismo como para querer a su país. Le viene bien el orden de las cosas, porque se sabe privilegiado y poseedor de una sinecura, de contactos eficientes, de una posición desde la que puede contemplar, a veces con un fugaz matiz de conmiseración, al descamisado peladaje que abajo, allá abajo, muy abajo, prende la televisión todas las noches y, en arrobado, inexplicable silencio, lo idolatra.
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