Allá en la cloaca de la política hay quienes piensan que están en la cima. Y que la visita del presidente de Estados Unidos supone, para ponerlo en telenovelescos términos que le vienen bien al que le queda el saco, “alcanzar una estrella”. Y significó, claro, la enormidad urbana del operativo: diseminar con impecable logística de guerra un hormiguero de miñones armados hasta el colodrillo, algunos disimulados, otros de uniforme, porque los bichos peligrosos desde el color avisan: por aquí no se pasa, y aquello del “libre tránsito” y parecidas argucias con que la gente insensata se quiere pensar emancipada, quedó convenientemente cancelado. Y hubo pues el cierre de calles y avenidas, la prohibición de acercarse uno a determinados espacios públicos y mejor camínele por allá, joven, porque estas calles ya no son suyas ni mías, sino del gringo. Y hasta se cerró, con terribles afectaciones para decenas de miles de personas, el aeropuerto más grande del país, para que un solo ser humano se subiera tranquilamente a su propio, enorme, desmesurado avionsote, porque a pesar de ser dueño de uno de los más terribles arsenales nucleares del planeta, y a pesar de tener a su servicio millones de asesinos entrenados, y a pesar de ser el gran devastador de naciones enteras y de tener el control de drones robóticos de destrucción masiva, y a pesar también de vivir rodeado de una cohorte de espías y expertos en combate y maniobras de evasión, es un hombrecito que vive aterrado, como suelen vivir todos estos hombrecitos que dicen gobernar. Y los medios en México, fíjate, Televisa y TV Azteca, enloquecieron, ruidosos como guacamayas, y desde la crónica exaltada micrófono en mano hasta el cejijunto análisis con voz grave y corbata calada, desgranando frases ya antes repetidas hasta la náusea, como “el mayor socio comercial” o “la frontera más amplia y transitada del continente y del mundo” y llenándose los hocicos con frases de la utilería coyuntural, como “balanza comercial”, nos dijeron todo lo que se dijo: que Obama vino a cantar elogios.
Pero nada más. Por más que se desgañitaron los
histéricos locutores televisivos, por más que las vocerías del gobierno
repitieron cada palabra o intentaron crear un aura de misterio a las
conversaciones a puerta cerrada, nada más. A pesar de que el gringo se
aventuró a citar a Juárez o a hacer un aguado actito de contrición por
la cantidad de armas que los suyos nos meten para que nos matemos,
nada. A pesar de que hasta se atrevió, condescendiente y magnífico, a
tirar la migaja del discurso sobre la tan manoseada reforma
migratoria, nada más. Porque las armas van a seguir metiéndose para que
nos sigamos matando. Y Estados Unidos va a seguir haciendo cuanto
chanchullo se le ocurra para chingarnos el petróleo y embucharnos su gas
y su gasolina carísimos, que en realidad eran los nuestros, pero
bueno. Y Estados Unidos va a seguir propiciando el perfil racial y la
persecución, la negación de derechos elementales a los migrantes, y va a
porfiar en prácticas deleznables como la deportación, por decenas de
miles, de niños solos y abandonados por el racista hecho de ser
latinos.
A los mexicanos que no somos Enrique Peña, que el
presidente gringo elogie la “democracia mexicana” cuando recién vimos
el escandaloso aparato con que se compran los votos y cómo se usan
programas sociales con fines electoreros, suena más a burla que a
sincera apología; y a que, si acaso, Barack es un fino artífice de la
sorna.
Pero nada más. Y la verdad cruel es que a la
inmensa mayoría de los mexicanos, porque México es mucho más que unas
calles de Polanco, la visita del señor Obama nos importó un puro
pepino, o menos que eso. Y sus elogios de una realidad distorsionada
por el grosor de los vidrios antibalas de su cochesote, esas frases
llenas de optimismo de supermercado a nosotros, que vivimos en el México
de veras, nos calaron todavía menos. Porque Obama vino a elogiar a
México para, como bien apunta Denise Dresser –el mote atinadísimo, de “porrista del Potomac”,
bajar allá, en su congreso y entre sus votantes, la imagen del mismo
eu como proveedor de muerte y terror en una guerra de antemano perdida y
causada, además, por el ávido antojo de sus millones de drogadictos. Y
si acaso, para congraciarse con los más de treinta millones de
mexicanos que viven allá, que al final no dejan de ser un montón de
votos contantes y sonantes.
Pero nada más.
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