martes, 8 de noviembre de 2011

CABEZA AL CUBO

Jorge Moch
 tumbaburros@yahoo.com

 Diatriba contra el respetable Lo que mueve en México a ese duopolio execrable de la televisión cuyas cabezas son TV Azteca y Televisa no es la filantropía, ni de lejos el bienestar y el derecho a la información de los mexicanos, ni mucho menos el ejercicio más o menos aséptico o responsable del oficio periodístico. Lo que impulsa a las televisoras de Emilio Azcárraga Jean y Ricardo Salinas Pliego es el rédito, los intereses, la ganancia, el lucro, la renta, el provecho que trucan en depósitos bancarios, inversiones, dinero, morlacos, pachocha, marmaja. Lo demás es decorado, utilería, maquillaje y vestuario. Y para soportar esa hambre crematística insaciable, la televisión echa mano básicamente de dos presuntas herramientas, una, la conocida, pública e insufrible de la publicidad, como bombardeo continuo para signar entre consorcios y medios una complicidad detestable con la que convertir al público en una especie de rumiante aquejado de múltiples necesidades creadas por esa publicidad astuta y siniestramente dirigida al televidente para hostigarlo, saturarlo y convencerlo de necesitar porquerías que no necesita y, por otro lado, la poco visible, la negada siempre, la que todos sospechamos pero no podemos probar con facilidad: la connivencia con el poder, los entresijos conspirativos que hacen de la televisión uno de los brazos del régimen y del régimen el más lucrativo negocio de la televisión, la que manipula la opinión pública para manosear a gusto un proceso electoral, la que niega equidad en los comicios, la que sataniza al adversario de sus compinches, la que hace propaganda a favor de uno de los contendientes pero sepulta al otro bajo un cúmulo de epítetos o bajo la pesada losa del aislamiento y la omisión, el silencio con que cercarlo y alejarlo del ideario colectivo hasta hacerlo prácticamente desaparecer. La oferta de las televisoras en México es por antonomasia la parafernalia de la imbecilidad. Pocas, muy pocas y por lo general efímeras han sido las producciones, tanto de los del Ajusco como de los de Chapultepec 18, que valgan para el público mexicano como ingredientes de enaltecimiento cultural. Y sin embargo, con todo y su poderío económico y su innegable poder de penetración, y sobre todo su cinismo y su arrogancia, la televisión no es imbatible. Hay quien puede vencerla: el público mismo; su víctima, como Agamenón, puede ser su victimario. Y aquí radica la tragedia de la sociedad mexicana como entidad acrítica de su entorno: la inmensa mayoría de los mexicanos tragan y aceptan gustosos la mierda que a paletadas nos avientan Televisa y TV Azteca. De las mentiras y las omisiones de sus atildados comentaristas y locutores a las telenovelas y partidos de futbol, pasando por un vasto repertorio de basuras, concursos ridículos de presuntos talentos que no producen más que modas sosas y éxitos del momento, concursos de presuntos conocimientos que no demuestran más que ignorancias supinas, oropeles efímeros, sucedáneos inmediatos y eternos de la nada que los alimenta: distracciones, señuelos, chatarra. El común denominador es la estulticia salvando a TV UNAM, Once Televisión o Canal 22. La televisión es uno de los pocos casos de una agresión en que la víctima es la culpable; al público mexicano, usualmente apático y de suyo indolente, le encanta la basura televisiva que se come a puños todos los días: hemos evolucionado de un público omnívoro a uno carroñero. Somos la teleaudiencia ideal, la que no cuestiona, la que enciende y se sienta y mira y se engancha en la porquería, se solaza en ella, la convierte en cosa normal, como si fuera normal contemplar a Laura Bozzo, Brozo el payaso, Carlos Loret de Mola o Patricia Chapoy diseminar sus respectivos venenos con los que se enajena, se distrae, se engaña a quienes los admiran, siguen, comentan desde la sala de su casa. Y el mal está hecho desde hace muchos años, quizá desde la primera vez que se vio la tele en México (un politicastro exaltado, cantándose loas a sí mismo) hasta la hipertrofia de los consorcios que controlan hoy el pensamiento de la muchedumbre. Hace tiempo dije en un programa de la radio que los mexicanos –bastaba con echar un vistazo a lo mucho que veíamos en la televisión y lo poco que leíamos– nos estábamos volviendo estúpidos. Una señora de Toluca llamó para reclamar lo que ella encajó como un insulto. Años después veo lo que pasa a mi país, a mi gente, y prendo la tele: no hay remedio, señora querida de Toluca: somos estúpidos. Horriblemente estúpidos. Irremediablemente estúpidos.