miércoles, 9 de octubre de 2013

#CabezaAlCubo domingo 06/oct./13

Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Twitter: @JorgeMoch
Carroña
Para la televisión la tragedia pinta perlas. La hemos visto por décadas cebarse en la miseria para mercarla a partir de una premisa lamentable por certera: el morbo vende. Por eso existe escoria televisiva como Laura Bozzo en Televisa o Rocío Sánchez Azuara enTV Azteca, personeras de las más lamentables facetas de los medios masivos. Lamentables sobre todo por inescrupulosas. Tiene que andar muy mal el tabulador psicológico de las jerarquías en alguien que convierte delitos pasionales o simples vicios y taras en espectáculo y lo divulga, lo posproduce, lo empaqueta y lo vende a patrocinadores también inescrupulosos. En realidad poco importa el nombre o la esperpéntica personalidad de quien sostiene el micrófono y corre a un lodazal –utilizando malamente, muy malamente recursos públicos, y allí sí hay un delito que perseguir– para salir a cuadro simulando rescates o sufridas asistencias: lo realmente destacable acerca de esos morbosos programas basura que se regodean en la estupidez, la violencia, la carencia de herramientas de convivencia digna que aquejan a millones de mexicanos –y de gente en el mundo, recordemos que la Bozzo antes estuvo aireando pleitos de vecindad en Perú–, creo que tiene tres aspectos principales:
1. El público y sus alcances. Es claro indicador de pobreza cultural que porquerías de programas como los de Bozzo y Sánchez tengan un vasto público de gente miserable que se refocila atestiguando el infortunio emocional, moral o material de otros igual o peor de jodidos. El gran público mexicano de programas como los de Bozzo y Sánchez Azuara es el mismo que celebra chistes homofóbicos, el que berrea un gol el mismo día que le propinan el enésimo gasolinazo o el que participa gustoso en un mitin político o un proceso electoral, pero no porque le emocione ideológicamente, sino por la dádiva que ofrezcan los organizadores. De ese público miserable salen los protagonistas de los episodios de esos programas, actuados, además, como ya alguna vez fue revelado, por cierto, con el mayor disimulo posible, porque darle adecuada resonancia al hecho de que quienes participan en esos programas son actores pagados (pésimos, improvisados, pero actores al fin, que a veces salen en un programa y luego en otro) dinamita esa falsa credibilidad de freak-show con que se disfrazan.
2. La empresa y sus intenciones. Nunca se han caracterizado Televisa y TVAzteca por interesarse en enaltecer las luces de su audiencia, ni por aportar programas que enriquezcan la cultura del televidente, ni siquiera, vaya, por ser veraces y oportunas a la hora de informar a la gente. Antes bien, han sido siempre empresas que se conducen con una lamentable mezquindad –es cosa sabida que quien desaira a la una para irse con la otra es castigado con vetos, prohibiciones y hasta intimidaciones que emplean desde porros hasta oficiosos leguleyos–, aunque ambas comparten una misma característica: han tugurizado el medio. El único motor detrás de cualquier proyecto de las televisoras privadas en México es el máximo lucro posible y una presunta función social sería en realidad un estorbo.
3. Los patrocinadores y su hipocresía. Muchos de los empresarios propietarios o directores de las grandes empresas que contratan espacios publicitarios en esos segmentos lamentables son firmantes de desplegados en otros medios que hablan de educación, o de honestidad, o de ese ramillete de veladas intenciones ultraconservadoras y clericales –enemigas del Estado de bienestar o de la educación laica, por ejemplo– que se ocultan detrás del vocablo “valores”. Como tesis policíaca, simplemente hay que seguir el dinero. Son en realidad los anunciantes y no los televidentes los que mantienen vigente ese tipo de programación.
Ante la evidente ausencia regulatoria de la autoridad a la carroña televisiva hay que exhibirla pero no sintonizarla. Hondas son sus raíces de corrupción y politiquería. Uno de esos rizomas podridos es el deplorable maridaje entre medios y poder, porque el intercambio de servicios y cortesanías, además de contrario a la ética más elemental, traslada potestades de manera ilícita para terminar trucando la democrática utopía constitucional por la televicracia de nuestra triste realidad. Y no están ni en los poderosos medios ni en sus contlapaches políticos las herramientas para contrarrestar esa gangrena del pensamiento colectivo, sino en nosotros, los ciudadanos, en nuestra indignación y en nuestra capacidad, a prueba constantemente, de organización y respuesta.