Sempervirente escoria
Indulgente hasta el hueso con su propia mitomanía, la televisión mexicana como empresa particular –y esto lamentablemente ha contagiado a parte de la televisión pública– sólo se cree a sí misma, se repliega refractaria ante la crítica, y se niega, soberbia, a la autocrítica. Por regla general y casi ya como una triste tradición de medios en este país, la televisión –todavía con la heroica resistencia que suponen tres excepciones, TV UNAM, Canal22 y el Once, pero estos últimos bajo la constante amenaza presupuestal oficialista de que quien no se alinea, “no sale en la foto”– produce y divulga desde su aparición en México una inmensa cantidad de porquería. Durante las décadas de 1960 a 1980 algún decoro quedaba en la parrilla de los programas de Televisa y lo que entonces era Imevisión. Ahí aparecían Garibay o Juan José Arreola. Pero desde las turbias privatizaciones salinistas y sobre todo desde el impúdico maridaje de la televisión con el sistema político, y en ello con la derecha neoliberal, a la par que la educación pública, gratuita y laica recibía los embates del ariete de la derecha –recordemos el paulatino desmantelamiento de las Ciencias sociales y de las Humanidades en los programas escolares de las educaciones media y superior– la televisión fue suprimiendo de su programación los pocos programas que alguna vez ofreció como nutrimentos de cultura. Hoy Televisa y TVAzteca son más bien sucursales de Los Pinos y el Arzobispado de México mezclados con el más ramplón amarillismo –morigerado por el auge violento de ciertos grupos del crimen organizado– y siempre, desde luego, organizando el circo hipnótico con que embobar a millones de personas, desde las telenovelas hasta el futbol, pasando por deleznables ejemplos de pobreza creativa como Pequeños gigantes. Los foros de discusión o los programas documentales son una farsa gobiernista. La programación está saturada de anuncios y surcada por culebrones ditirámbicos diseñados con descarada intención catequista, empeñados en preservar dogmas y fanatismos religiosos –concretamente católicos, como la aparición guadalupana y su vasta parafernalia falsamente milagrera– que taimadamente articulan argumentos francamente estúpidos en contra de los derechos reproductivos de las mujeres o de la igualdad jurídica de parejas homosexuales en una sociedad machista, clasista, profundamente atrasada y aquejada de históricos prejuicios. Es dificilísimo encontrar, prácticamente inexistente, la discusión ecuánime sobre la inexistencia de Dios, o sobre los excesos y abusos cometidos históricamente por la Iglesia católica en perjuicio de las etnias originales, de su herencia cultural y religiosa. Es inexistente el diálogo fecundo con la oposición política, o la promoción de la conciencia colectiva sobre los efectos de la corrupción en la vida nacional, quizá porque precisamente las casas televisoras, los apellidos que representan a clanes familiares que dominan desde la opacidad de ciertas concesiones la mayor parte de los medios masivos electrónicos, tienen inocultables vínculos con el dinero público y la vasta red de corruptelas que se teje en derredor.
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En las recientes, lamentables elecciones, muchos mexicanos vendieron su dignidad por unos pesos en plástico. Un público así merece una televisión de escoria. Y un gobierno de escoria.
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