Ecos rancios de un año maldito
El primer día de este año me levanté muy temprano. De todos modos no había podido dormir, porque la estupidez humana se regodeó en el estampido –excepcional pero previsible– de los cuetones de fiesta y no pocos balazos, esperados con acrimonia y también resignación. Hacia las seis y media de la mañana el cielo parecía prometer un remiendo deseable: oros que pintaban la barriga a una alta cúpula de cirrocúmulos, un horizonte inflamado, una sinfonía silenciosa, violentada por el empeño imbécil de algún vecino con su aparato de sonido todavía a todo volumen, pringando el aire de resabios olvidables. Otro idiota, o quizá el mismo, insistía en hacer toser pólvoras. Con tanto trueno mis perros estaban enloquecidos y la hembra, cargada y a término, abortó.
Más que festejar el año nuevo, la Negra y yo pasamos la noche tratando de sepultar el viejo. Un año pinche, jodido, malo. Un año de mal gobierno, de violencia desatada en México y el resto del mundo, un año que nos hizo a menudo mala noticia en periódicos que no leemos y televisiones que no vemos. Más que un rincón exótico para el primer mundo, de turismo de aventura nos convertimos en turismo letal, lugar indeseable, de masacres infames, de crueldad y de una estulticia que parece no encontrar su delta, nomás corre y corre, caudal de tozudeces sangrientas, de indiferentes desprecios, de elementales necesidades y deudas históricas sin saldo a la vista. Quizá peco de melodramático pero Dos Mil Diez, tan breve de nombre y apellidos, más que un año se antoja que fue castigo. Lástima que soy incrédulo porque al menos tendría un dios al que culpar o una virgencita a la que pedirle algo mejor, como tanto anduvieron recomendando en la tele los corifeos de lo Inmundo Inmanente. Pero la culpa es nuestra. Lo pintó en su punto Augusto Monterroso con su breve y más conocido y multicitado mini cuento del que se despertó un día para topar con el desaliento: allí seguía el dinosaurio. Allí sigue, con su cohorte de chacales, de buitres, de hienas, cocinando sempiterno caldo de traiciones, de chantajes y abusos disimulados en el discurso engolado de la corbata ñoña, ésa que es cobarde pero se engalla al centro de su valla de guardaespaldas o más de a pie en las calles de este país desguanzado, en la extrema aberración de la amenaza que ladra quien empuña la culata a plena luz.
Pero como somos animales necios nos queda la esperanza. La ciframos, le ponemos Dos Mil Once en la etiqueta de sucesor bueno, el que cambie de mueca a sonrisa, porque seguimos creyendo que algo de futuro queda. Aunque las evidencias del pasado apunten a otro lado, el ya vivido, el de los muertos, el final de la historia que ya sabemos en qué acaba.
Todavía están los medios masivos, las televisoras, la radio, los portales de internet haciendo recuentos de las noticias, las personalidades, los chismes que más asomaron cabeza durante el año pasado. La frivolidad de los medios sepulta la conciencia colectiva de la realidad dura: dos mil diez fue un moridero de gente, famosa y no. No puedo dejar de lamentar la desaparición de tantos escritores y pensadores en tan poco tiempo; la conciencia intelectual de una generación completa se nos fue como agua, mientras millones de seres humanos sucumbieron a catástrofes naturales, como erupciones volcánicas, olas monstruosas y furiosas sacudidas del subsuelo, o por causas provocadas por el hombre mismo, como en Afganistán, Irak, México. Solamente víctimas fatales de cataclismos se contaron en cerca de trescientas mil, un récord macabro. Se murió la gente de a pie, se murieron ricos y pobres, boxeadores y peatones, actrices y cantantes, desde Hollywood hasta Nairobi y de vuelta. De Dennis Hopper a los últimos muertos por hambruna, enfermedad y guerra en Darfur; de guerrilleros despedazados a dictadores que se murieron tranquilitos, entre sábanas de seda, en el exilio.
En Hispanoamérica y México Dos mil diez fue el año maldito en que fallecieron demasiadas cabezas lúcidas, demasiadas plumas que sustentaban la conciencia crítica: Carlos Montemayor, José Saramago –quien acuñó el concepto del sano pesimismo–, Carlos Monsiváis, Juanito Hernández Luna, Tomás Eloy Martínez, Germán Dehesa, Miguel Delibes, Rodolfo Fogwill, pero también Jerome David Salinger, Allan Sillitoe, Denis Guedj o Joseph Stein.
Sino agridulce, la vida sigue a trompicones aunque se mueran los mirlos y los poetas por pirotecnias o disparos. Cuánta razón tuvo don Tito. El monstruo seguía allí. Éramos nosotros.
Estamos aquí
jorge moch.
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