lunes, 27 de junio de 2016

Era un Mago.




Era un Mago.

Era un viejo mago,
usaba un sombrero de copa;
cuando joven, sacaba conejos y palomas,
convertía casi cualquier cosa
en algo nuevo, novedoso.
Era un astro de la actuación,
mucha gente lo admiraba,
a sus veinte años,
se desplazaba sobre las tarimas del añejo teatro,
como esa bailarina de la clásica danza,
con su tutú y sus zapatillas de punta.
Una tarde de invierno,
sin que el mago comprendiera,
sus cabellos blanquearon, sus ojos entristecieron,
sus muecas se hicieron hurañas,
su sombrero se perdió  en el ático,
donde quedaron olvidados  sus recuerdos,
sus días felices, sus conejos, sus palomas;
sus guantes blancos su traje sucio,
su juventud, entre hijos y trabajos.
Durante una lluvia de junio,
al viejo mago le llegó una sorpresa,
un par de críos en pantalones cortos,
aventureros de mundos imaginarios,
con el pelo corto, la carita sucia,
llenas de juguetes sus manos,
encontraron el sombrero,
despertaron al  anciano,
con sus ojos como platos,
esperaron su enojo, sus regaños, sus malos modos.
Él, miró su decrépito sombrero
se humedecieron los ojos,
sentó al par de niños sobre sus cansadas rodillas,
inclinó su cuerpo en reverencia,
sus manos se movían a destiempo
y empezó a sacar de su fondo,
sonrisas, alegrías,
carcajadas, sin palomas, sin conejos,
los niños con su alegría
al mago sacaron de su letargo,
volviendo  entonces joven al viejo.

G.C.
27/06/16
©DerechosReservados®



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